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Sus respectivas escafandras eran dos malditos y cóncavos espejos
interiores donde se reflejaban la tristeza y el miedo de sus caras. Los
costosos trajes presurizados estaban diseñados a conciencia para
protegerles del calor, del frío, de la radiación y de la nula presión
atmosférica, pero los ingenieros aeronáuticos no habían encontrado la
manera de resguardar los sentimientos en el espacio; ni siquiera cuando
espacio significaba distancia entre dos cuerpos en la Tierra.
9
La misión era clara, pero no por ello fácil. Se trataba de lanzar al
exterior el mundo interior de dos personas, el mismo en el que
coincidían. Llevar la historia de dos seres humanos más allá de la
atmósfera y comprobar cómo se comportaba el espacio personal en el
espacio exterior; si se multiplicaban o, por el contrario, uno acababa
adsorbiendo al otro.
8
El habitáculo que los iba a llevar lejos de la Tierra era tan de
ciencia ficción como la historia que ambos se imaginaron el día en que
se conocieron. Él recordaba cómo aquel día dio el primer paso y que,
aunque no pisó la Luna ni salió por televisión, pudo notar, con los pies
en el suelo, lo fácil que era burlarse de la ley gravedad: flotando.
Ella pensaba en lo lejos que se sintió de su alrededor y de ella misma
aquella noche de febrero en que lo vio por primera vez, y en cómo se
había imaginado el resto de su vida juntos, con los ojos abiertos:
soñando.
7
La preparación que los había llevado a estar sentados en esa máquina
había sido nula en cuanto a lo físico, al menos durante los dos últimos
años, pero aún conservaban cierta forma en cuanto a lo visceral: un
amor-odio tan silencioso a veces, y otras con el eco del insulto que
dura meses en las paredes de la habitación. Los dos llegaban con el
mismo estado emocional y con idéntico vacío en el fondo.
6
La primera disputa que tuvieron como pareja había sido eligiendo el
destino de sus primeras vacaciones. Él quería un lugar paradisiaco, con
esas playas que nunca terminan aborreciendo las postales y con todos
esos paisajes que hacen quedar bien a cualquiera en las fotos. Ella, sin
embargo, siempre había soñado con ir a Egipto y comprobar con sus
propios ojos las cientos de teorías que había alrededor de Keos, Kefrén y
Micerino.
5
Su última discusión había sido meses antes de este día, cuando
tuvieron que elegir destino para la misión. Uno de los dos deseaba ir a
Marte, le empalagaba que al ir a la Luna resultara que esta fuese de
miel. El otro vivía en la Luna desde hacía años, así que de ir a un
sitio tan lejano, qué mejor que sentirse un poco como en casa. Entonces,
el jefe de la misión decidió elegir él mismo el destino de ambos pero
con la condición de no comunicárselo hasta una vez iniciado el despegue.
4
Si hay algo en lo que coincidían es en que esto era un viaje a
ninguna parte y, sin embargo, los dos querían hacerlo. Ninguno de los
dos dejaba atrás nada más que el recuerdo del otro, aun estando
presentes físicamente en la misma cápsula espacial y temporal. Si hay
algo que añoraban era un estado, pero nunca un lugar. Alguien les había
metido en la cabeza que uno es capaz de modificar al otro, y no fue ese
psicólogo argentino que se lucró a costa de ambos.
3
Él acababa de llegar a la conclusión de que el tiempo era relativo.
Lo que a Einstein le había costado años de estudio, él lo había
descubierto en siete segundos que iban hacia atrás –como una bomba a
punto de explotarle en las manos–. Solo cuando estás sintiendo que el
tiempo se te escapa entre los dedos te agarras a cualquier hilo de
esperanza. Y resulta que todos esos hilos dependen del segundero de un
reloj. En ese casillero apuntó su error: en la medición de todo.
2
Ella empezó a darle vueltas de cómo empezó a suceder todo, de cómo un
día la monotonía y la rutina se apoderaron de la ilusión de dos
personas que tenían como objetivo todo lo contrario. Por primera vez se
culpó de la misma manera que había culpado a su compañero de misión
durante años. Le valieron ocho segundos para desear salir de aquel sitio
con todas sus fuerzas.
1
Nueve segundos le bastaron a los dos para arrancarse los cascos y
abrazarse desde la distancia que les permitían sus pesados trajes.
Prefirieron continuar con un beso en vez de gritar para que abortasen la
misión. No hubo ninguna comunicación con la torre de control, pero por
primera vez en años la hubo entre ellos. Se dijeron tanto en aquel gesto
que no les dio tiempo a prometerse nada.
0
Un fuerte estruendo sacudió el habitáculo, y las paredes temblaron a
la par con ellos dos. Sonrieron con la inocencia de dos niños que acaban
de darse un primer beso y, con ello, creen haberlo descubierto todo.
Había sido la primera vez que se habían dejado llevar, sin pensar en
cortos ni en largos plazos, sin pensar en futuros ni pasados, sin
pensar. Ninguno sabía dónde iba, pero irían juntos. Se dieron la mano,
se sentaron y decidieron seguir sonriendo mientras se miraban, de tal
forma que no cabía pensar en ponerse los cascos. Quién necesita respirar
cuando te pasas la vida entera buscando que algo te deje sin aliento.
Horas más tarde, todos los periódicos mundiales titularon la
catástrofe como un suicidio guiado, premeditado. Hubo culpables por no
saber gestionar la misión, por no parar a tiempo tal desenlace. Lo que
no hubo, al contrario de lo que pudiera parecer, fue víctimas.