lunes, 9 de mayo de 2016

Pie izquierdo

Aplazar diez veces la alarma del despertador solo me había servido –paradójicamente– para ser puntual, una mañana más, a mi perdido juicio cotidiano.
 
Tensé la cuerda de la persiana, como si con ese gesto pudiera alcanzar una metáfora que terminase ahorcando al nuevo día; pero otra vez la paradoja se salió con la suya, y aquella acción provocó que entrase la decimoprimera luz de la mañana. Una luz triste, semiapagada, perteneciente a un cielo tan gris que parecía más un bosque después de la resaca del fuego, con sus bajos humos y su traje de ceniza.

El agua de la ducha se asemejaba por momentos a la lava de un volcán, y en otros, de repente, se precipitaba tan fría como la del vestuario del equipo visitante cuando le roba los tres puntos al equipo local. En mi caso, yo solo necesitaba uno: encontrar ese punto exacto donde la temperatura del agua me pareciese la normal. Seguramente ese fuese el reto más difícil que me iba a deparar el día.

Hacía ya tiempo que el café no cumplía su misión de estimularme y desperezarme si no iba acompañado de bastantes gotas de coñac; o que sintonizar la radio para acompañarme en una simulación de desayuno resultaba ser un absurdo ejercicio de publicidad enlatada, al ritmo de sonidos prefabricados y comerciales. Por lo que había decidido reducir mi compañía a la del tarareo de alguna vieja canción de rock que algún día fue para mí un himno de la alegría.

He encendido el ordenador para meterme en algún portal de empleo, y me he acabado perdiendo por esos caminos de un mundo absurdamente virtual, hasta que me he topado con una foto suya e inevitablemente me he sentido como en nuestra casa: en el infierno. He decidido bajar, una vez más, a la oficina del Inem con la esperanza de una res enferma crónica yendo al matadero un lunes por la mañana. Dos funcionarios se han encargado de decirme, al unísono, que “hoy tampoco”.

Me he perdido por las calles del casco antiguo y he pensado lo mismo de siempre, que esta ciudad cada vez me parece más desértica y, a su vez, más preciosa. Hay quienes necesitan irse de un sitio para valorarlo, pero no reparan en que se pierden el envejecer natural que tienen los lugares especiales. También he pensado que hay hijos de puta que llevan décadas intentando acabar con ella, pero desconocen, ignorantes, que estas murallas y estas piedras aguantaron atrás el peso de cien mil ataques.
 
La hora de comer, posiblemente sea la peor de la jornada, quizá porque hacerlo sin hambre me parezca una falta de respeto hacia los que la pasan, pero sobre todo por el pulso que un masoca como yo decide echarle cada mediodía al telediario. Le pregunto al presentador, como si de verdad pudiese escucharme, que dónde se han dejado las buenas nuevas, qué cuánto está de lejos la paz o dónde la tienen guardada. El odio hacia los de mi especie crece a medida que avanzan los sucesos. El ejercicio de comer rápido y sin saborear –mientras sigo viendo tristes imágenes y noticias manipuladas– es una técnica que he ido desarrollando para evitar otros accidentes, por ejemplo: vomitar. Hoy he aguantado con la tele encendida hasta que he visto a toda esa gente huyendo de la guerra e intentando cruzar la frontera en busca de una nueva vida. Después he pensado que algunos hacemos un drama porque nos cierren un par de puertas. Aunque compadecerme de ellos desde mi sillón me ha hecho sentirme un poco más miserable.

Después he decidido que era la hora de, conscientemente, perder el conocimiento. Otra puta paradoja haciendo de las suyas. Así que he cogido todas las botellas de la despensa y me he dejado llevar, imaginándome en otras circunstancias, en otro lugar, en otro tiempo.

¿Sabes esos jugadores que salen al terreno de juego persignándose y evitando entrar al mismo con el pie izquierdo? Pues bien, digamos que yo me he cortado nueve de los diez dedos de las manos para hacerle una única señal a dios. Y que de los pies sigo siendo negativamente ambidiestro. Supongo que por eso me cueste tanto avanzar.

[*Suena: Línea 1 – Los Planetas]



1 comentario:

  1. Un triste bucle. Llega a doler. Nada mejor que Los Planetas para acompañar al texto como su banda sonora

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